Desde niño soñé con volar.
La primera vez que vi la película Superman con Christopher Reeve, algo dentro de mí se encendió.
No era solo admiración: fue una huella profunda, una especie de deseo grabado en el alma.
La imagen de ese hombre surcando el cielo, con el viento moviendo su capa, quedó impresa en mí con una magia que no desapareció nunca.
Y aunque pasaron los años, ese anhelo silencioso seguía ahí, esperándome.
Hasta que un día, en un sueño lúcido, se hizo realidad.
El inicio del vuelo: el momento en que supe que podía hacerlo
Estaba en la calle, bajo un cielo entre naranja y violeta, como si el mundo estuviera a punto de dormirse.
De repente, algo me resultó extraño, el aire parecía demasiado espeso, y las luces de las farolas tenían un halo dorado extraño.
Hice una de mis pruebas de realidad, miré mis manos y vi que los dedos se curvaban suavemente, como si no fueran del todo sólidos.
Entonces lo supe: estaba soñando.
No sentí miedo.
Sentí una emoción pura, una mezcla de libertad y reverencia.
Decidí probar algo sencillo: salté lo más alto que pude.
Para mi sorpresa, no caí enseguida.
El tiempo se estiró.
Me mantuve unos segundos suspendido en el aire, y la sensación fue tan intensa que sonreí.
Al caer, supe lo que tenía que hacer: volví a saltar, deseando quedarme flotando más tiempo.
Y esta vez, el deseo fue suficiente.
El suelo se alejó lentamente, mis pies dejaron de tocar la tierra, y la gravedad se convirtió en una idea lejana.
Entonces, con una calma profunda, pensé en avanzar… y comencé a volar.
El aire me sostenía, el viento me acariciaba el rostro.
No había ruido, solo una vibración suave, como si el cielo entero respirara conmigo.
El vuelo había comenzado.
Volar de verdad: la emoción imposible de describir
No hay palabras exactas para describir lo que se siente al volar dentro de un sueño lúcido.
Es algo entre la ingravidez y la expansión.
No te mueves tú, te mueves con el mundo.
El cielo no tiene arriba ni abajo, y el cuerpo deja de ser una frontera.
Subí más y más alto.
La ciudad se volvió un mosaico de luces.
El aire se volvió más frío, más puro.
Giré sobre mí mismo y grité de alegría.
El eco resonó en todas direcciones.
Entonces hice algo que siempre había imaginado: extendí un brazo hacia adelante, el otro pegado al cuerpo, y avancé a toda velocidad.
El cielo se abrió como una ola azul.
Podía sentir el viento atravesándome, sin resistencia, como si mis átomos se mezclaran con los del aire.
Era una comunión, una unión perfecta con el movimiento.
La mente del niño que soñaba despierto
Mientras volaba, recordé al niño que fui.
Aquel que miraba por la ventana deseando tener alas.
Aquel que veía a Christopher Reeve elevarse en la pantalla y pensaba: “algún día, yo también”.
Y comprendí algo hermoso, los sueños lúcidos no sólo son viajes nocturnos, son reencuentros.
Reencuentros con lo que una vez deseamos tan intensamente que el universo, tarde o temprano, nos deja vivirlo.
Me invadió una ternura inmensa.
Me emocioné y lloré mientras volaba.
No de tristeza, sino de gratitud.
Porque en ese instante sentí que todo deseo profundo tiene un momento de cumplimiento, aunque llegue en el territorio de los sueños.
El vuelo libre sobre el océano
Decidí alejarme de la ciudad.
Bajo mis pies, las luces desaparecieron y apareció el océano, inmenso, en calma.
La luna se reflejaba en las olas como un espejo líquido.
Bajé en picado, tan rápido que el aire silbaba en mis oídos.
Justo antes de tocar el agua, ascendí de nuevo y atravesé una capa de nubes brillantes.
Las gotas se convirtieron en pequeñas chispas al tocarme.
Sentí el viento atravesando mi pecho, como si yo mismo fuera una corriente de aire.
Era una sensación pura, sin forma ni peso, solo presencia.
Y en medio de esa plenitud, comprendí que volar no era moverse por el aire, sino liberarse del miedo.
El momento del aterrizaje
Decidí descender.
Lo hice con lentitud, disfrutando cada segundo.
El aire se volvió más cálido, el sonido del mar más cercano.
Aterrizé suavemente sobre una playa desierta.
El cielo seguía iluminado por la luna.
Me tumbé en la arena, aún con el corazón latiendo acelerado, y miré hacia arriba.
Las estrellas titilaban como si aplaudieran.
Y entonces me dije:
“Esto… esto era lo que soñaba de niño.”
Cerré los ojos sabiendo que ese vuelo ya formaba parte de mí, no solo como recuerdo, sino como certeza de que todo es posible cuando despiertas dentro del sueño.
Lo que comprendí al despertar
Cuando abrí los ojos por la mañana, aún sentía la brisa en la cara.
Era como si una parte de mí siguiera allá arriba, recorriendo el cielo.
Durante todo el día, tuve una calma profunda.
Entendí que los sueños lúcidos no son fantasía, son la prueba de que la mente puede crear libertad real.
Desde entonces, cuando deseo volar en mis sueños lúcidos, ya no necesito correr ni saltar.
Simplemente lo pienso, y empiezo a ascender, como si el cielo me reconociera y dijera:
“Bienvenido de nuevo.”
Y siempre, antes de despegar, sonrío y pienso en aquella vieja película, en el hombre que enseñó a mi infancia que el cielo no es un límite, sino una invitación.
Aprende a vivir tu propio vuelo consciente
Si alguna vez has soñado con volar, sentir el viento, o explorar el cielo con lucidez, te invito a descubrir cómo hacerlo realidad.
En mi curso de sueños lúcidos, aprenderás paso a paso a despertar dentro del sueño, mantener la estabilidad y dirigir la experiencia hacia aquello que más deseas vivir.
Porque volar no es solo un símbolo de libertad: es la forma más pura de recordar quién eres.





